Cuando un amigo o pariente que está en crisis TE ESCOGE para compartir, te coloca en un lugar sagrado, donde solo puedes ser profundamente humano. Acógelo y acéptalo incondicionalmente como la mayor comprensión para sus sufrimientos. Recuerda que necesita primero desahogarse sin ser interrumpido, para luego encontrar sentido a lo que parece absurdo, perdonarse a sí mismo y encontrar inspiración para seguir adelante, confiando en un futuro mejor. No es el fin del mundo sino el fin de un mundo, sino el desfiladero que lo lleva a otro valle, a otro momento de la vida donde el sol volverá a brillar con un brillo distinto... Para el que escucha, todo reside en prestar atención y ser empático para poder ver las cosas desde la perspectiva del que sufre, entendiendo esos sufrim,ientos como inevitables, para luego ayudarlo a dar un paso hacia adelante, en busca de la recuperación de su plena humanidad.
ESCUCHAR EN EL CONFLICTO
Escuchar a tu pareja, sobre todo cuando te hace un reclamo, es un arte en el que pocos adquieren maestría. Lo deseable sería entender la interpretación que hace la otra persona de mis actos y las formas en que puedo haber herido su sensibilidad (esas partes vulnerables, que llevan heridas de abandono, abuso, rechazo, desvalorización, etc.), pero al sentirnos amenazados o criticados, se activan nuestras defensas y perdemos la capacidad de atender y de acoger los sentimientos del otro. Como se dice ordinariamente: nos bloqueamos. Y es que para discutir se necesitan dos: la idea que me hago del otro desde mis partes defensivas, y la idea que el otro se hace de mí desde las suyas. Es el tipo de representaciones internas que sustituyen al otro y lo hacen inalcanzable a la empatía. Si en mi mundo interno mi pareja se victimiza para que yo ceda y haga lo que ella quiere, lo que veré en sus quejas es una manipuladora tratando de someterme. Esta imagen interna, poderosa y penetrante, será el muro que se interponga entre los dos. En rigor se trata de un teatro emocional interno, en el que yo ocupo el lugar de víctima e invito a la otra parte a tomar el rol de villana... mientras la otra persona hace lo mismo conmigo…. ¡Incluso si en realidad se entrega a un sentimiento de victimización para conseguir soporte, no es ella quien lo hace, sino una parte defensiva suya, no procesada ni entendida! Ayudarle a enfocar su sentir y ser curiosa con esas partes será parte de tu rol como persona que ha aprendido el maravilloso arte de la escucha.
Para pasar de la discusión al diálogo se necesita, pues, tener un ojo afuera y otro adentro. Fijarnos en las interpretaciones automáticas que la otra persona de hace de nuestros actos o palabras, y las que nosotros hacemos de su conducta. Algunas cosas de las que se nos acusen pueden ser ciertas (hechos indudables), caso en el cual podemos ofrecer una justa reparación; por ejemplo, si olvidé comprar algo que mi pareja necesitaba en el camino a casa. Yo me comprometí a hacerlo y no lo hice. Disculparme y ver la manera de reparar esto de manera práctica es lo único que se puede hacer. Esta objetividad sin embargo, se ve muchas veces empañada por la susceptibilidad. Se trata de partes internas mías que pueden llevarme a reaccionar de manera desregulada y crear una discusión innecesaria. “¡Nada está bien para ti, me mato trabajando, pero solo tengo quejas cuando llego a la casa!”. Observar esta parte reactiva y aplacarla antes de que hinque el diente, será el primer paso para interesarme en lo que mi pareja me dice y hacerle las preguntas necesarias para entender lo que percibe, interpreta y siente en relación a mi conducta. Gracias a la atención que le presto, ella se sentirá aliviada. Luego de esto podré yo expresarme con total sinceridad y contarle algo sobre mi mundo interno que pueda ayudarle a entender mi experiencia, sin caer en justificaciones.
HACER PREGUNTAS EN VEZ DE SUPONER.
Escuchar a otra persona es la parte más maravillosa de un diálogo. Te dejas a un lado a ti mismo transitoriamente y te imaginas en otra piel, con otra experiencia de vida, para luego entender cómo te ves a través de los ojos de esa persona. Tal vez yo esté molesto con una amiga que me pide dinero y no me lo devuelve, pero al confrontarla y hacerle preguntas importantes, llego a saber que cree que para mí el dinero no tiene importancia, y que no devolver el dinero es un hábito de su familia en el que ella no había reparado. Entender esto no significa que no le pida el dinero, sino que la saque de sus ideas equivocadas sobre mí, y que yo modifique la idea equivocada que me había formado de ella como una persona que me ve "cara de tonto". Los malos entendidos son el pan de cada día en las relaciones íntimas y amistosas. Preguntar en vez de suponer es el gran cambio. Esto nos ayuda a conservar las relaciones y mejorarlas.
Lo esencial es reconocer que esas suposiciones que sabotean el diálogo parten de un lugar en nuestro mundo interno que se puede cifrar en la frase “siento que tú…” “Siento que tú me odias”, “siento que tú andas con alguien más”, “siento que tú me desprecias”, “siento que tú estás aburrido de mí”, etc. Estas sensaciones o suposiciones automáticas, muchas veces provenientes heridas emocionales escondidas y temores a ellas asociados, nos parecen tan evidentes que las aceptamos como incuestionables. Abrumados por ellas, nos olvidamos entonces de hacer una pregunta sencilla: ¿Sientes aburrimiento o es idea mía? ¿Me odias? ¿Quieres a alguien más? Etc.
NO DAR CONSEJOS
Una chica le dice a su novia “estoy molesta con mi mamá”, y la otra le responde “No dejes que te afecte con sus tonterías, no le hagas caso”. ¿Crees que ha escuchado lo que se le dijo? Si en vez de dar consejos quieres aprender a escuchar, a escuchar de veras, a fondo, para ayudar al otro a sincerarse consigo mismo y permitirle llegar a sus propias conclusiones, debe aprender a escuchar y a preguntar. Mírale a los ojos y pon atención, procurando captar su experiencia como si fuese la tuya propia. Asegúrate de haberle entendido y bien y si no lo logras, haz las preguntas necesarias. Interpretar, aconsejar y juzgar son exactamente lo contrario de una escucha atenta, compasiva y empática, pues nos colocan en una posición de superioridad y arrebata al otro su derecho a dirigir su propia existencia y ser responsable de sus decisiones. En vez de eso, ayúdele a mirarse en profundidad… si tu novia te dice “estoy molesta con mi mamá”, pregúntale “qué paso”… y cuando te lo cuente, sigue preguntando: “¿Cómo te sentiste?”, “¿Qué imaginas que le pasa a tu mamá contigo?”, “¿Cómo reaccionaste cuándo te dijo eso?”, “¿Qué te gustaría hacer la próxima vez que suceda algo parecido?”, “¿Necesitas algo de ella y no lo has recibido?”, etc. Preguntas, todas estas, que pueden dividirse en diferentes categorías, como, por ejemplo, preguntas aclaratorias que sirven para especificar, preguntas objetivas respecto a los hechos, preguntas subjetivas respecto a la interpretación que se hace de esos hechos y los sentimientos que emergen, etc. Una vez que la persona responde a estas preguntas se puede ir más lejos y preguntarle si hay un patrón de conducta en lo que acaba de narrar y si hay un cambio que desea hacer en dicho patrón. Por ejemplo: “Noto que muchas veces me acerco esperando de ella valoración de mis logros y siempre habla de ella misma, sin decir nada sobre las cosas que le comunico, lo cual me hace sentir iras con ella y una tonta, ¿Por qué sigo esperando su valoración? Es algo que llevo haciendo desde chica y creo que no la voy a conseguir”. Una vez que se entiende a sí misma y se cuenta de algo importante sobre su conducta y la manera en que contribuye, inconscientemente, a crear su propio sufrimiento, la persona será que se de a sí misma el consejo. Para el ejemplo citado, por ejemplo, hablar con la madre y decirle lo que le pasa con ella, o dejar de comentarle sus logros con la expectativa de recibir aplausos.
AUTOREGULARNOS PARA PODER EMPATIZAR
El sistema relacional (que nos permite sentir empatía por otro ser humano) se apaga cuando se enciende el sistema de defensas animal, es decir cuando neuroceptamos inseguridad y riesgo. Es lo que sucede muchas veces cuando un amigo, conocido o pariente nos critica. Nos paralizamos, se activa nuestra amígdala y nos defendemos, justificándonos, acusando al otro o quejándonos de maltrato e incomprensión, todo con tal de que el otro se siente mal consigo mismo y cese su crítica o su reclamo. No es esto lo que sucede, pues la otra persona, al no sentirse escuchada y al ser interrumpida, se frustra y se molesta aún más. ¿Cómo escucharla si, precisamente, nuestro sistema relacional se apaga cuando se enciende el de defensas? Esto es un mecanismo universal. Lo cual nos enfrenta a la posibilidad de apagar el sistema de defensas voluntariamente para poder escuchar con empatía y afecto a quien nos critica. Esto parece imposible de lograr, pero no lo es. Tal vez se trata de la habilidad más profunda que puedes aprender con el arte de la escucha y se relaciona con enfocar la parte nuestra que se siente amenazada desde la parte más serena, espiritual y adulta de nosotros; esa parte que algunos llaman el observador desapegado y otros el self o ser espiritual. Enfocar la parte vulnerable internamente y escucharla con serenidad y compasión... entenderla, regularnos y volver a un estado de concordia desde el que la empatía con el otro es posible.
SOBRE LA NECESIDAD DE LA AVENTURA
EN EL SER HUMANO
LA PERSONALIDAD COMO VESTIMENTA… ¿DE PLOMO O DE VAPOR?
Como resultado del proceso de adaptación a nuestras familias y el medio ambiente, desarrollamos una personalidad que nos permite no solo sobreponernos a nuestra vulnerabilidad y nuestras inseguridades (esos miedos profundos que permanecen como heridas subconscientes en el fondo de nuestra mente), sino conseguir algo de aplomo a la hora de realizar nuestro potencial. La base de nuestra personalidad es, pues, una estrategia de afrontamiento de la realidad que integra al mismo tiempo nuestro potencial y nuestros miedos más profundos (al rechazo, al fracaso, al sometimiento, etc.). Queremos actuar, proyectarnos en el mundo activamente mediante el desarrollo de una personalidad efectiva, capaz de abrirnos camino en la sociedad y garantizarnos la aceptación, gracias a nuestras cualidades y talentos. Una vez que logramos pertenencia, somos menos autorreferenciales y nos interesamos más por el valor social y humano de nuestras obras, procurando dar algo de valor a nuestra sociedad. ¿Es lo que hago no sólo bueno para mí sino para el mundo? ¿Qué estoy aportando a los demás? Esta es la aventura del ego, que culmina con la llegada de la tercera edad, cuando miramos hacia atrás y lo que necesitamos es desprendernos de la personalidad para encontrar refugio en el espíritu y la realidad omnisciente, divinidad, energía o plano trascendental, accesible a la mente callada del meditador o al disfrute del esteta sosegado.
La personalidad es un vestidura de vapor o de plomo, según el caso. De vapor cuando transparenta nuestra autenticidad y se relaciona con la luz del niño sano y del espíritu que llevamos dentro; de plomo, cuando ahoga nuestra autenticidad y se vuelve un personaje amenazado por heridas y temores subconscientes no procesados. Entonces deja de ser vestimenta y se parece a una camisa de cemento. El esfuerzo que supone sostener esta personalidad plomiza o “falso self” tiene, sin embargo, sus compensaciones y cierto nivel de heroísmo que suele pagarnos con la moneda magnífica del orgullo. Es el caso del empleado que se ufana de no haber faltado nunca a la oficina, o el caso del ejecutivo que gasta en ternos y comidas más de lo que le permite su sueldo para tener amigos encumbrados y aprovechar oportunidades que lo benefician. Disociado de sí mismo, no tardará en tener síntomas tales como fatiga, ansiedad o ataques de pánico, que le advierten sobre la necesidad de un cambio incomprensible… un proceso de desarrollo personal o individuación.
El problema, entonces, es soltar esa armadura de plomo y ver lo que está debajo… en el raquítico y temible interior. Después de todo, ¿cómo saber quién soy? El camino sugerido por la psicoterapia es el “trabajo de sombra” o el “diálogo íntimo con las partes protectoras y marginadas de la identidad” que facilitan los psicoterapeutas. La aventura psicoterapéutica es entonces una aventura necesaria y un primer paso hacia otra aventura: la de tu realización personal en el mundo y el encuentro de tu propio ser espiritual.
AVENTURA Y EXISTENCIA
Hay áreas de tu vida en que necesitas estabilidad. Mientras no la consigas, esto será un piedra en el zapato, un pendiente que necesitas abordar y solucionar. Descubrir las partes de tu mundo interno que buscan esa estabilidad y las que la amenazan, así como los protectores o críticos internos que se presentan en el proceso, es un trabajo de terapia importante. Otro trabajo ser refiere a lo contrario: la necesidad de abandonar el lugar seguro para vivir una aventura que te haga sentir vivo. Hay varios tipos de aventureros: el emprendedor, el artista, el místico, el explorador y el intelectual, por ejemplo. Cuando eres un auténtico aventurero en una de estas áreas, la rutina y la estabilidad no se sienten bien, producen aburrimiento y una inquietante sensación de vacío, siendo estos los síntomas que te advierten el peligro de una falsa estabilidad. Es lo que le sucedía a Simbad el marino en los relatos de las Mil y una noches. Cada vez que regresaba de una aventura, Simbad se solazaba durante largo tiempo en sus negocios y su placeres familiares, hasta que lo abrumaba el aburrimiento y sentía de nuevo el llamado del mar. Era el momento de abandonar el lugar seguro y explorar en territorio ignoto. Una vez que entiendes tu lado venturoso, debes mapear el mundo y elegir la meta deseada, junto con los aliados y recursos que te ayudarán a enfrentar la adversidad y las dificultades propias de toda aventura. Este será tu viaje del héroe. Como afirma Juan Matus, el personaje célebre de los libros de Carlos Castaneda, cuando se es mortal, no hay tiempo para timideces. El atrevimiento es la marca del aventurero, la cobardía su tumba. Nuestro sistema endocrino y nuestro sistema nervioso están diseñados evolutivamente para sostener aventuras. Así es como se activa el sistema de recompensa. Es lo sano, lo natural.
AVENTURA LÚDICA Y AVENTURA SERIA
La aventura juvenil es la aventura lúdica o juguetona. Su espíritu es el azar y lo maravilloso, conocer nuevas personas, enamorarse, realizar un viaje imprevisto. La motivación de la aventura juvenil es la excitación de lo nuevo y las relaciones sensuales con el entorno. Su modelo más elemental es la fiesta y el enamoramiento, donde pueden pasar cosas impredecibles y donde dejamos de ser niños controlados por sus padres y sometidos al rigor del sentido común de los adultos. También es una ventana o una fuga de la seriedad de la vida adulta para la que nos preparamos a través de la disciplina del estudio y de las prácticas profesionales. En el mejor caso nos deja como resultado una anécdota que contar de esas que nos hacen pensar que la juventud y la irresponsabilidad son la época más feliz de la nuestras vidas. Las cosas, sin embargo, pueden salir mal (embarazado no deseado, por ejemplo) y tener consecuencias lamentables (un accidente de automovilístico en estado de embriaguez), consecuencias imprevistas de la ingenuidad, pues en la aventura lúdica predomina la irresponsabilidad y la inocencia como actitudes del aventurero, la fe en que el mundo nos va a tratar con guante mágico.
La aventura del adulto es seria por cuanto supone responsabilidad sobre nuestras elecciones. Nos jugamos la vida al elegir un fin o un objetivo que posee un elevado valor subjetivo. Puede tratarse de una aventura geográfica, deportiva, laboral o creativa. En todos los casos la finalidad es enormemente inspiradora para quien inicia la travesía. Corremos riesgo por llegar a una meta que nos moviliza y enciende nuestra pasión. La aventura adulta no es razonable, pero sí razonada y responsable. Ponemos en ella no sólo nuestro ahínco sino nuestra inteligencia. También es incierta, por cuanto puede no concluir ni llegar nunca a su destino anhelado. Corremos el peligro de la derrota. De ahí la alternancia de los momentos pletóricos y los angustiantes que caracteriza la travesía y que nos mantienen energizados para la acción, creativos ante la adversidad. Podemos imaginar a Mozart escribiendo su réquiem y pensar que cumplió su destino como músico, pero si no hubiese enfermado y muerto, si hubiese vivido veinte años más, esa obra habría quedado atrás como las otras y dejado de ser una motivación activa, por cuanto la obra de arte es insular, se cierra y queda atrás como algo distinto del ser. Deja de satisfacer después de ejecutada y nos apresuramos entonces a empezar una nueva obra. Esto revela la esencia de toda aventura como un viaje con un inicio y un final. Cada vez que llegamos a la meta nos sentimos satisfechos por una temporada y podemos vivir de los créditos de lo logrado… hasta que sentimos nuevamente el llamado a la aventura y elegimos una nueva meta, un nuevo desafío.
CARÁCTER TRANSFORMACIONAL DE LA AVENTURA
Cuando Gabriel García Márquez empezó a escribir Cien años de soledad, no sabía lo que se traía entre manos. A medida que se sumergía en la escritura y era arrastrado por un estado de febril exaltación, la historia fue cobrando dimensiones inesperadas y el trabajo se prolongó durante varios meses más de lo esperado. A mitad del camino, se acabó el dinero y el escritor le pidió a su esposa que pide un préstamo y venda algunas cosas valiosas de la casa para seguir adelante. Un día ella se plantó en la puerta y le dijo: Más te vales que sea una buena novela y alguien quiera publicarla…. Esta historia nos muestra la cantidad de energía que puede convocar una aventura, así como su carácter transformacional, es decir, la manera en que la inmersión en las acciones aventurosas, junto con los imprevistos y dificultades que debemos superar, producen un cambio en nuestra subjetividad. No somos los mismos al inicio de la aventura que al final. La confrontación con lo impredecible nos ha mostrado que poseemos una sabiduría, fortaleza y creatividad que antes no creíamos poseer. Incluso si fracasamos (o sobre todo cuando fracasamos) aprendemos algo valioso y nos convertimos en personas más experimentadas. Y muchas veces el triunfo final fue antecedido de varias derrotas que nos adiestraron para el siguiente intento y nos sirvieron para desarrollarnos y adquirir mejores herramientas para el siguiente intento. Ser creativo, como saben los mejores artistas, es no tenerle miedo al fracaso.
LA AVENTURA DEPORTIVA
Siempre me ha llamado la atención el carácter hipnótico de un partido de fútbol, sobre todo cuando la tensión crece en el campo de juego y los jugadores arriesgan carreras, pases más veloces y más difíciles de lograr para desequilibrar la defensa del equipo rival. Lo seguro, obviamente, es no arriesgarse a perder el balón. Todos conocemos como es eso: los jugadores retroceden la pelota, la abren y la avanzan hacia el mediocampo solo cuando un jugador puede recibirla sin el riesgo de ser interceptado. Imposible hacer un gol desde esa comodidad. Si se quiere ganar hay que arriesgarse y presionar, sobrepasar el límite del cansancio y llenarse de adrenalina, de coraje y fe en la posibilidad de hacer algo extraordinario, como empatar a un rival en los minutos finales del partido. De pronto, cerca del final del segundo tiempo, logramos desequilibrar a la defensa del equipo rival y metemos el gol que nos salva de la derrota. Los cuatro minutos del tiempo suplementario se tornan enormes, esperanzadores. El equipo redobla su energía y trata lo imposible, sin retrasar la pelota, sin darse un segundo de descanso. Ya no estamos perdiendo como hace quince minutos. Ahora podemos ganar. Toda la hinchada se exalta y se levanta de sus asientos. Los jugadores en la cancha están representando algo trascendental: el carácter aventuroso de la vida humana. El carácter de oportunidad que nos brinda el tiempo de nuestra vida, similar en su riqueza potencial al tiempo de juego de los futbolistas. Creer en que algo maravilloso es posible, sobreponerse a la derrota y dar batalla de nuevo, como si en ello se nos fuese la vida… eso es lo que nos emociona en el fútbol. Y si llevamos esas cualidades a nuestra vida personal, ¿qué seríamos capaces de hacer?
Es por eso que las muchedumbres populares aman el fútbol y pueden gastarse en un ticket para ver un partido importante de su equipo. Lo extraordinario en la mayoría de nosotros no es nunca bienvenido. Amamos tener las cosas bajo control y nos contentamos con que nada se nos vaya de las manos. Lo extraordinario es para nosotros la fuga de agua en la pared, el hijo que sale y no vuelve a casa, el plato que se rompe y la infección de vías urinarias… Dios no quiera, la pérdida de un trabajo. Asechados por fuerzas destructivas, el hombre común quiere una vida común y sus alegrías están marcadas por los rituales de paso como el bautizo de un hijo o los feriados en donde se come, baila y bebe sin restricciones, como carnaval, navidad y semana santa. Presa de la normalidad, se enamora de lo extraordinario en el fútbol, cuando vemos a un héroe superar las adversidades por nosotros y actuar como un lugar de identificación proyectiva mediante la cual recordamos lo extraordinario de estar vivos y lo extraordinario de nuestras potencialidades.
El llamado a la aventura que recibimos al contemplar un buen partido de fútbol es, en definitiva, el llamado de los dioses que nos habitan. Porque no sólo reprimimos las ideaciones e impulsos antisociales, incestuosos u homicidas, como en el psicoanálisis se nos dice, sino también lo que hay de divino -de magnífico y extraordinario- en nosotros. Lejos del deseo de proteger nuestras normales vidas, cuando vamos al fútbol esperamos lo extraordinario. Esa jugada maestra de jugadores como Messi o Yamal. Cuando vemos a Yamal superarse a sí mismo en la cancha, vemos a una persona ordinaria que acepta el llamado del dios que lo habita. En ese momento Yamal se vuelve un recordatorio de que mientras estamos vivos tenemos un tiempo de vida que es, en su mejor versión, un tiempo de juego en el cual podemos remontarnos sobre las adversidades para alcanzar algo superior, en la forma en que concebimos o soñamos ese algo… ¿Y qué no seríamos nosotros capaces de hacer si aceptamos el llamado del dios que nos habita?
Porque el dios que nos habita no sólo está escondido, sino que a veces se hace sentir… y nos invita.
EL MIEDO A LA AVENTURA
Aventurarnos es una demostración de salud emocional y confianza en nuestras capacidades. Entre las creencias fundamentales sobre las que se basa el buen funcionamiento de nuestro sistema directivo están las siguientes:
1.- El mundo es predecible.
2.- Si el mundo es predecible yo puedo controlarlo a través de mis actos y conseguir lo que me propongo.
3.- Soy valioso y soy capaz de llegar a donde deseo.
Para aventurarnos en la vida es necesario creer en estas cosas. Para creer en estas cosas, sin embargo, es importante la relación afectiva que hayamos tenidos con nuestros padres o cuidadores infantiles, y la huella que hayan dejado en nosotros como seres merecedores de amor, interés y respeto. Estas bases, a cargo del sistema relacional, son las que nos facilitan emprender nuestra aventura personal con confianza en nuestras posibilidades y resiliencia ante las adversidades. Eso no quiere decir que las personas lastimadas no tengan la posibilidad de triunfar en la aventura. Las personas con apego inseguro también emprenden la suya, a veces particularmente intensa y neurótica, pero las heridas emocionales de su crianza los amenazan desde dentro en forma que vulnerabilidades y miedos que pueden arrastrarlos a estados de ansiedad crónica.
Es el caso del empleado de oficina que tiene un jefe que le recuerda a su padre, un hombre dominante y descalificador que lo hirió con un sentimiento de vergüenza e inutilidad. Acumulando coraje, se aventura a presentar a su empresa un proyecto propio. Cuando su jefe le hace una crítica, sin embargo, el oficinista se siente ofuscado y se defiende con tartamudeos, sin entender que no se lo está avergonzando, sino haciéndosele una observación sobre su propuesta. De esta manera, las sensaciones dolorosas y las proyecciones fantasmáticas del sistema relacional pueden mermar nuestra confianza y sabotear los logros del sistema directivo. Y si la aventura supone un atrevimiento a viajar hacia una meta enfrentando la adversidad, muchas veces los adversarios provienen de dentro. De ese territorio conocido como la sombra.
EL GATO CON BOTAS Y LA AVENTURA DEL CRECIMIENTO INFANTIL
Al inicio del cuento un huérfano termina teniendo como única pertenencia, después de la muerte de su padre, a un gato ingenioso que se cose unas botas con la tela de un costal. Cuando la princesa se acerca por el camino, le pide al muchacho que se quite la ropa y se meta en el lago, luego se acerca a la carroza, la detiene y le dice a los cortesanos que quien está en el agua es su amo, el marqués de Carabás. Provisto por la corte de un vestuario elegante, el joven le resulta atractivo a la princesa. Es nuevamente el gato con botas quien la invita a visitarlos en su castillo, tras lo cual marchan hacia el feudo de Carabás, propiedad de un gigante temible, quien al verlos se transforma en un león para devorarlos. El gato con botas lo reta a convertirse en un ratón para demostrar el alcance de sus poderes. Presa de su vanidad, el gigante deja la forma del león y toma la forma de un ratón, con lo que el gato puede comérselo de un bocado.
En una primera interpretación podemos ver al gato con botas como una parte de la psique del muchacho. Una parte protectora con una estrategia engañosa, encantadora y manipuladora que consigue triunfar en el mundo y sacarlo de la pobreza. En una interpretación psicodinámica, sin embargo, podemos ver en el gato con botas la simbolización del espíritu de vida que invita al huérfano del cuento a vivir la aventura del crecimiento. Una aventura en la cual debe enfrentar al gigante, esa figura fantasmática en la que proyecta, desde su miedos infantiles, un poderío ilimitado. Convertir al león en un ratón y devorarlo es entonces una operación por la cual se reduce el poder brutal y represor del padre sombrío, para integrarlo y asimilarlo como propio.
EL AVENTURERTO MÓVIL Y EL AVENTURERO INMÓVIL
Pensemos en una mujer de cincuenta años que se ha divorciado y, tras un intento nuevo de formar otra pareja, ha desistido de vivir con alguien y se ha hecho a la idea de que permanecerá sola por el resto de su vida, haciendo los arreglos necesarios para tener la mejor vida posible. Tiene amigas y una buena relación con su hija. Tiene el cariño de sus colegas en el trabajo y sabe llevarse bien con las personas, asistiendo a un coro con el que mata parte de su tiempo libre. Presa del síndrome de Simbad, religiosamente ahorra dinero mensual de su trabajo para salir un mes entero de viaje cada dos años. Es un viaje de un mes completo en el que gasta sus vacaciones enteras y que le ha llevado a países tan distintos como Francia, India, México, España y Tailandia. Cada una de estas exposiciones a lo nuevo, a lo exótico de otros lugares, la lleva a experimentar un estado de arrobamiento difícil de describir y que perdura todavía meses después de su regreso a la rutina del trabajo. A la vuelta de un año, la excitación vuelve cuando mira el mapa del mundo y se imagina viajando a otro sitio. Informarse sobre esos países y lugares la hace acariciar experiencias nuevas y misteriosas, tal vez en Turquía, por ejemplo. ¿Por qué no? Esto es lo que la hace sentir viva, el núcleo mismo de la aventura: la excitación ante lo desconocido del viaje y el potencial revelador de un mundo todavía no cartografiado. Le gusta la idea de dejarse llevar por las calles y perderse en una ciudad nueva y diferente. Planifica, pero hasta un punto. Da lugar a lo inesperado y abre la posibilidad de seguir sus impulsos en ciertos tramos del camino. Esto es lo que aquí llamamos aquí la aventurera móvil.
Por el otro lado recordemos lo que el filósofo Emil Ciorán decía del escritor argentino Jorge Luis Borges, cuando se decidió a llamarlo un “aventurero inmóvil”. Presa de un afecto particular por la rutina y los horarios, dado a una vida más bien sobria y aburrida de profesor universitario, Borges se convirtió en un viajero imaginario. A través de la lectura y la escritura, viajaba a lugares y épocas distintas, maravillándose en su mente de aquellos territorios y geografías en donde soñaba ser un soldado romano que descubre la titánica ciudad de los inmortales, o un hindú que sigue la pista de un santo iluminado a través de la influencia que ha dejado en otros, lo cual le lleva a realizar una viaje a través de la India entera que dura varias décadas.
Tanto la mujer que viaja cada dos años a otro país como el escritor ciego que viaja en su imaginación son dos aventureros. Una aventurera móvil y un aventurero inmóvil. Los dos viajan y los dos tiene un lugar de regreso, un sitio rutinario y seguro, en donde morirían del aburrimiento o se sentirían inexcusablemente vacíos si no supieran que lo nuevo está en camino y se decidieran a ir de cara a lo desconocido, avivando sus entrañas con la excitación de lo posible, aún antes de emprender sus viajes. Pues aunque seas un tipo de aventurero u otro, se trata de lo mismo: sentirse plenamente vivo. Algo que podríamos también denominar “el encantamiento de la realidad”.
LA AVENTURA AUTÉNTICA Y LA AVENTURA INAUTÉNTICA
La aventura está inscrita en nuestra naturaleza como un modo necesario de la existencia. Como especie, nunca tuvimos un espacio absolutamente seguro. La adversidad y el peligro fueron siempre nuestros compañeros, así como el deseo de una situación mejor que la que vivimos en el presente. Retraerse en una ciudadela y encerrarse entre murallas es la metáfora perfecta de un lugar seguro, la ciudad feliz de los cuentos infantiles o la ciudad inexpugnable de la época feudal. Sin embargo, el crecimiento surge de la exploración de territorios desconocidos que lindan con el nuestro. Armados de coraje e imaginación, salimos a la aventura con el deseo de un bien superior según nuestra imaginación lo conciba: riqueza, conocimientos, poderío o el deseo de lo inaudito.
En nuestras vidas personales es lo mismo. Dejar el lugar seguro resulta excitante y activa nuestra psique de manera creativa, invitándonos al desarrollo de nuestras potencialidades. Se trata de una aventura auténtica, nacida de el ejercicio de nuestras capacidades y un sano gusto por sentirnos completamente vivos, en contacto con la plasticidad del mundo circundante sobre el cual actuamos. Ya no se trata de cambiar nosotros mismos para adaptarnos al mundo de mejor manera, sino de cambiar al mundo para ajustarlo a nuestro deseo. Como diría Fritz Perls, pasamos de la conducta endoplástica (primordialmente adaptativa) a la conducta exoplástica (agresiva e imaginativa), y lo hacemos con entusiasmo y fe en nuestras capacidades. Esta es la aventura auténtica. Siguiendo las creencias nucleares del sistema directivo, en la aventura auténtica creo que el mundo es predecible, me siento capaz de modificarlo a mi antojo y me aventuro con entusiasmo, reajustándome creativamente a los obstáculos del camino, es decir: dejando la conducta endoplástica como algo secundario, subordinado a la conducta exoplástica.
La aventura inauténtica, sin embargo, aunque sea exoplástica en su apariencia, posee una intención diferente: la de la fuga o la evasión interna. No se trata de un “ir hacia”, sino un “huir de” por el cual evitamos el autocontacto y el sinceramiento introspectivo. Si me refugio en el deporte y empiezo a correr cada maratón existente mientras se derrumba mi matrimonio, es probable que trotar se vuelva para mi un ardid por el cual me desconecto de las sensaciones, sentimientos y temores relacionados al divorcio. “Mejor no pensar en eso y seguir con lo mío”, puedo decirme para justificar la estrategia e ignorar el problema.
La aventura auténtica no tiene este sentido evasivo. El aventurero auténtico no huye hacia el futuro sino que lo sueña y lo desea como una prolongación del presente. Sensible a su proceso interior y a la maduración de su potencial, imagina ese futuro contenido en el ahora y lo desea con la misma felicidad que una madre sueña el nacimiento de su hijo. Estoy henchido de futuro. De esta manera, en la aventura auténtica, el futuro deseado nos conecta con el presente y se asienta en el el desarrollo de nuestro potencial, sin convertirlo en una evasión de lo real, sino en su desenvolvimiento temporal. Es, para usar una metáfora universal, el viaje de la semilla.